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La naturaleza humana de Cristo

La naturaleza humana de Cristo

¿Una imitación fabricada?

Las falsificaciones más peligrosas son las que más se aproximan a la verdad. Es por ello que las falsas doctrinas religiosas son tan perniciosas, y con frecuencia, se las tolera en lugar de ser identificadas y puestas al descubierto. La mayoría de los cristianos temen ser malentendidos si lanzan ataques contra lo que parece ser lo más sublime de la religión. Dado que un tenue trazo es lo único que separa lo mejor de lo peor, sienten temor que se los acuse de atacar lo genuino si se oponen a lo falso.

¿Se ha atrevido Satanás a tergiversar las doctrinas más sagradas del cristianismo? De hecho sí, y estas diferencias sutiles han provocado que incluso teólogos y eruditos eviten oponerse a estas doctrinas abiertamente.

Muchos cristianos sinceros aducen que los puntos de vista paralelos son tan indistinguibles, que no deberían causar desavenencias. Otros argumentan que la diferencia es mayormente semántica, y que supone solo matices de significado en el uso de las palabras.

¿Es posible que nuestro hábil adversario psicológico anticipara estas predecibles reacciones humanas, y con mucho arte creara ingeniosas alteraciones de la verdad rara vez reconocidas y, por ende, rechazadas? Sin duda, el diablo sería un insensato si no aprovechara sus seis mil años de experiencia en las ciencias de la mente. Esta es la razón por la que el sendero del error se extiende paralelo al sendero de la innegable verdad.

Satanás apuesta a que un cristiano promedio se mostrará reacio a adoptar una postura en contra de una doctrina que se aproxima mucho a la verdad, sobre todo si esa verdad involucra la obra de la cruz o la vida intachable del Hijo de Dios. ¿Quién se atrevería a oponerse a estas sagradas verdades? Pareciera ser más prudente tolerar una posición alejada de la verdad, que arriesgarse a ser malinterpretado por atacar una falsificación casi perfecta.

Estoy convencido que Satanás ha creado y popularizado astutamente un error camuflado que ha dado origen a una serie de errores vinculados entre sí. Y todos circulan en torno al tema más sagrado y de mayor importancia para el cristiano comprometido —la justificación por la fe, la encarnación de Jesús y la victoria sobre el pecado.

No cabe duda que esta serie de doctrinas erróneas se relacionan entre sí mediante una convincente cadena de lógica y razonamiento humanos. Si un punto es verdadero, los demás deben ser inevitablemente verdades también.¬ Por el contrario, si un punto es erróneo, los demás pierden credibilidad.

Es muy probable que esta cadena iniciara con la inserción de la doctrina del pecado original en la teología de la iglesia primitiva. Comenzó en un principio con la posición bíblica válida de la naturaleza carnal inherente del hombre, que lo predispone a pecar; pero la idea gradualmente evolucionó hasta el punto que la culpa de Adán se le imputó a sus descendientes. Agustín fue responsable más que ningún otro de propagar este concepto de la culpa transmitida. A través de Lutero y los reformadores, se infiltra en muchas de las iglesias protestantes.

Aunque la doctrina generó una enorme controversia en la iglesia primitiva, en la actualidad muchos cristianos modernos parecen aceptar las ideas de la mayoría sin profunda reflexión ni cuestionamiento. Es fácil observar la apenas visible diferencia entre los dos puntos de vista, tanto entonces como ahora. La naturaleza débil y pecaminosa de Adán fue transmitida a sus hijos a través de las leyes de la herencia, haciendo imposible el no pecar mientras siguieran siendo inconversos. Debido a que sus pecados eran consecuencia del pecado de Adán, cayeron en el error de creer que compartían su culpabilidad.

Pero existe una gran diferencia entre la inclinación a pecar y la culpa del pecado, y es esta insignificante discrepancia la que ha desencadenado una serie de errores doctrinales. Dice el profeta: “El hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo” (Ezequiel 18:20).

Como una consecuencia lógica de creer en el pecado original, la Iglesia Católica desarrolló la arraigada doctrina del bautismo infantil. Solo mediante el sacramento de aspersión, podía librarse a un bebé de la maldición de la culpa de Adán. Ya que la salvación de un niño dependía del bautismo formal, se le dio absoluta prioridad a este ritual. Si había que elegir entre la vida de la madre y la vida de un bebé no nacido, se sacrificaba la vida de la madre. Se instruía a los médicos y enfermeras católicos en el arte de bautizar a los fetos en el útero, si la vida del bebé estaba en entredicho.

La doctrina del pecado original también dio lugar al dogma de la inmaculada concepción de María. Si los recién nacidos ya eran culpables de pecado, algo tenía que hacerse para proteger a Jesús de recibir esa culpa —de otra manera no podría ser un sacrificio perfecto por el pecado. La solución de los católicos fue adjudicarle a María una concepción milagrosa también, para protegerla del efecto del pecado original. Jesús nacería de una madre humana, sin ser partícipe de la pretendida culpa de Adán.

Como resultado de considerar a Jesús como un ser totalmente diferente del hombre, la Iglesia católica introdujo el sistema ilegítimo del sacerdocio humano. Si el Hijo de Dios no moraba en la naturaleza caída del hombre, entonces la conexión entre el cielo y la tierra no existía. La brecha entre un Dios santo y la humanidad caída no había sido zanjada. Por lo tanto, deberían crearse otros medios para establecer dicha conexión.

Primero, se les encargó a los sacerdotes en la tierra, conocidos por poseer una naturaleza carnal pecaminosa. Luego, la función mediadora se les atribuyó a los que tenían naturaleza carnal, pero habían sido canonizados por la iglesia como santos en el cielo. Finalmente, se les confirió a los ángeles y a la madre de Jesús el estatus de intercesores entre el hombre y Dios. En este punto se empieza a notar la reacción en cadena originada por una pequeña desviación de la verdadera doctrina.

Veamos ahora el efecto de la doctrina del pecado original en las iglesias protestantes. ¿Cómo podía el protestantismo evitar el dilema de su creencia en lo referente a la naturaleza de Cristo? Aunque rechazaron la tradición católica de la Inmaculada Concepción, inventaron una doctrina igualmente antibíblica, que separaba a Cristo por completo de la familia caída de Adán. Esta enseñanza manifestaba que Jesús se encarnó de una manera especial, que le impidió ser partícipe de la naturaleza de los descendientes de Adán. En su lugar, Cristo nació con la naturaleza no caída de Adán, y vivió una vida santa en el estado incorrupto de una humanidad sin pecado.

Una vez más nos deja perplejos la ingeniosa duplicidad del engaño. Aceptaban que había asumido la naturaleza humana, pero era la naturaleza no caída de Adán, que lo protegía de la contaminación del pecado original.

¿Es esto una seria desviación de la verdad? ¿Haría alguna diferencia si creemos que poseía una humanidad pre-pecado o post-pecado? Muchos cristianos sinceros creen que es un asunto de poca monta e irrelevante, que no tiene significancia alguna en la aplicación práctica.

La verdad es que esta minúscula desviación ha preparado el terreno para que germine una serie de doctrinas falsas que atacan algunas de las verdades más atesoradas del protestantismo. En primer lugar, dicha doctrina es diametralmente opuesta a lo que enseña la Biblia. Al menos seis veces se nos asegura que Jesús poseía una naturaleza humana igual a la nuestra. En Hebreos 2:11 leemos: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos”. Los hermanos son de una sola carne y una sola familia.

Cristo es el que santifica, y nosotros somos santificados; y todos somos de una sola carne para que Él pueda llamarnos sus hermanos. Con esto se establece el punto más allá de toda duda. “Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham” (Hebreos 2:16). ¿Cómo podía formar parte de la descendencia de Abraham si asumió la naturaleza no caída de Adán? Lo que se quiere enfatizar aquí es que Jesús no adoptó una naturaleza exótica o sin pecado, como podrían haber tenido los ángeles o el Adán no caído, sino la misma naturaleza que tenían los hijos de Abraham.

Poseían cuerpos y mentes debilitados por el pecado. Jesús también. Esto no implica culpa. Estar sujeto al pecado no es lo mismo que ser culpable de pecado. Fue tentado de la misma manera que nosotros, sin embargo, no cedió al pecado. Nunca desarrolló una propensidad hacia el pecado porque no le dió cabida. Permaneció limpio de pecado y siempre se mantuvo puro y santo.

“Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere” (Hebreos 2:17).

¿Por qué nació Jesús con la misma carne y naturaleza de nosotros? Para que pudiera entender nuestras debilidades e inclinaciones hacia el pecado, y pudiera convertirse en nuestro misericordioso sumo sacerdote. ¿El término “en todo” realmente implica “en todo”? Sin lugar a dudas.

Pablo declaró que Jesús “era del linaje de David según la carne” (Romanos 1:3). Sería ilógico afirmar que estas palabras indican que Cristo heredó de María una naturaleza santa y no caída. El Señor participó de todo lo que llegó a ser el linaje de David según la carne. Todos los descendientes de David, salvo uno, cedieron a sus inclinaciones hereditarias y cometieron pecados individuales. Jesús, como todos, heredó la naturaleza de David según la carne, pero no cedió a las debilidades inherentes de esa naturaleza. Aunque tentado en todo como nosotros, no cedió ni un ápice a esas tentaciones. Su vida ejemplifica una fortaleza constante de invencible poder espiritual contra el tentador.

Confiando plenamente en la fuerza constante del Padre, demostró que todos los descendientes de David según la carne pueden alcanzar la victoria.

Nuevamente leemos el pasaje: “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo” (Hebreos 2:14). Veamos cómo el escritor inspirado resalta el parecido del cuerpo de Cristo con el hombre. ÉL—MISMO—TAMBIÉN—DE LO MISMO. Estas palabras se utilizan consecutivamente pese a ser repetitivas y redundantes. ¿Por qué? Para subrayar la importancia que Jesús verdaderamente adquirió la misma naturaleza del hombre. ¡Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo! ¿Por qué existe confusión cuando el lenguaje es tan claro?

SEIS

Jesús heredó debilidades humanas

Por cierto, estas inspiradas palabras ciertamente nos dicen que Cristo asumió la misma naturaleza de los hijos “que participaron de carne y sangre”. ¿No indica esto claramente el tipo de naturaleza que Jesús poseía? ¿Tuvo Adán hijos antes de pecar? ¡Ni siquiera uno! El hecho es que todos los que nacen en este mundo heredan la misma naturaleza caída de Adán, porque todos nacieron después que Adán pecó. El libro de Hebreos declara que Jesús “también participó de lo mismo”. ¿A que se refiere la expresión “lo mismo”? La misma carne y sangre que heredan los hijos de sus padres.

¿Qué tipo de carne heredan los hijos de sus padres? Solo la carne pecaminosa. ¿Existe otra carne que no sea la pecaminosa, entre los descendientes de Adán? De ninguna manera. Si Jesús participó de la misma carne y sangre que los hijos, tenía que ser la carne y sangre pecaminosa. No existe otra explicación. ¡Aun así, Jesús no cometió pecado!

Una escritora, reconociendo esta evidente postura bíblica, lo resume de esta manera:

“Habría sido una humillación casi infinita para el Hijo de Dios revestirse de la naturaleza humana, aun cuando Adán poseía la inocencia del Edén. Pero Jesús aceptó la humanidad cuando la especie se hallaba debilitada por cuatro mil años de pecado. Como cualquier hijo de Adán, aceptó los efectos de la gran ley de la herencia. Y la historia de sus antepasados terrenales demuestra cuáles eran aquellos efectos. Mas él vino con una herencia tal para compartir nuestras penas y tentaciones, y darnos el ejemplo de una vida sin pecado”. (El Deseado de Todas las Gentes, página 32).

Esta declaración describe como funciona la ley de la herencia, y está en perfecta armonía con lo que afirma Pablo, que Cristo compartió la misma carne y sangre que los hijos reciben de sus padres. Esto se refiere también a la herencia. Si Cristo hubiese nacido con la naturaleza no caída de Adán, la mera insinuación de la influencia de la herencia sería en extremo ridícula. No había cabida para ningún tipo de tendencias hereditarias en una naturaleza adánica santa, donde no existía ni nacimientos ni ascendencia.

Si no hubiese heredado debilidades, ¿por qué el autor de Hebreos diría que Jesús participó de la misma carne y sangre que los hijos reciben de sus padres? Innegable es el hecho que el Creador no incorporó ninguna debilidad inherente en la creación original.¬ Adán no tuvo que luchar contra tendencias heredadas.¬ Siempre poseyó en sí mismo el poder de elegir no pecar.

¿Afirmó Jesús como hombre poseer este mismo poder? No. Dijo: “Y que nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo” (Juan 8:28).

Constantemente, Cristo hablaba de su dependencia del Padre en lo que hacía y decía.

¿Significa esto que no poseía la divinidad ni omnipotencia que le correspondían como Hijo de Dios? Al contrario, Jesús era perfecta y completamente divino, así como también era perfecta y completamente humano. Sin embargo, ambas naturalezas no se fusionaron en una personalidad híbrida que se mantuvo al margen tanto de Dios como del hombre. Jesús era al mismo tiempo completamente Dios y completamente hombre. Podía echar mano de ambas naturalezas mientras vivió aquí en la carne.¬ Lo que realmente importa es que Él no hizo uso de su poder divino para salvarse a sí mismo de las debilidades y tentaciones heredadas de sus antepasados terrenales.

Eligió vivir su vida aquí como hombre de la misma manera que estamos obligados a vivirla nosotros. Para salvarse a sí mismo del pecado y de los peligros de la carne, Jesús dependía constante y únicamente del poder del Padre. Fue así como venció al enemigo, cerró todas las posibilidades de tentación y vivió una vida de perfecta obediencia. Al no ceder al llamado inherente de la carne, nos dio un ejemplo del tipo de victoria que puede lograr todo hijo de Adán cuando depende del Padre.

Satanás tentó a Jesús en el desierto para que usara su poder divino a fin de satisfacer el hambre atroz que lo aquejaba. El enemigo sabía que contaba con el poder divino para realizar ese milagro. Su esperanza era provocar a Jesús al punto de que este echara mano de su divinidad para aliviar su agonía. ¿Por qué constituía esto un triunfo para Satanás? Hubiera servido como argumento para sustentar sus acusaciones que Dios exige una obediencia que ningún hombre según la carne puede producir.

Si Jesús hubiese fallado en vencer al enemigo bajo la misma naturaleza que poseemos, y a través de los mismos medios a nuestra disposición, el diablo hubiera probado que la obediencia es un requisito imposible de cumplir. Satanás entendió de sobra que Jesús no podía usar su poder divino para salvarse así mismo y salvar, al mismo tiempo, al hombre. Esto ocasionó que la prueba fuese una experiencia severa y agonizante para Cristo.

Si Jesús realmente heredó la misma naturaleza pecaminosa de Adán, entonces ¿por qué no pecó como el resto de la descendencia de Adán?¬ Porque desde el vientre de su madre estaba lleno del Espíritu Santo y poseído no solo de una voluntad completamente sometida, sino de una naturaleza humana santificada. ¿Podemos nosotros aspirar a tener el mismo poder que nos protege del pecado? Sí. Jesús, al vivir su vida de victoria sobre el pecado, no hizo uso de su poder divino, sino que se circunscribió al mismo poder que disponemos nosotros mediante la conversión y la santificación.

Si no hubiese ganado la victoria sobre Satanás bajo nuestra misma naturaleza, ¿qué ánimo obtendríamos de esta victoria? No necesitaba que se me mostrara que era posible para Adán no ceder al pecado. Ya lo sabía. Lo que necesito saber es que puedo vencer el pecado en mi propia naturaleza.

Satanás culpó a Dios de exigir algo imposible de lograr. La razón por la que el hombre caído no podía obedecer, se describe sin ambiguidades en Romanos 8:3 y 4: “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”.

Para facilitar la comprensión de estos versos, los explicaremos por medio de preguntas. ¿Qué era lo que la ley no podía hacer por nosotros, por cuanto éramos débiles en la carne para cumplirla? No podía salvarnos.

Ya que no podíamos guardarla porque éramos débiles por la carne, ¿qué hizo Dios? Envió a Jesús para obedecer la ley en semejanza de carne. Él condenó al pecado en la carne venciéndolo por completo.

¿Qué hace posible para nosotros su victoria en la carne? “Que la justicia (solo un requisito) de la ley se cumpliera en nosotros”. Nos facultó para obedecer.

¿Cómo su victoria según la carne nos permitió obedecer? Por el milagro de la conversión, que nos transforma de carne a Espíritu. Entonces, Cristo en nosotros, a través del espíritu, imparte victoria sobre el pecado a nuestras vidas.

Estas obvias verdades ponen al descubierto uno de los grandes problemas que provoca el arraigo a la doctrina que tiene que ver con la pre-caída naturaleza humana de Cristo. Si su victoria sobre Satanás, en la carne, fue con el propósito de facultarme para cumplir con las exigencias de la ley, ¿cómo podría beneficiarme dicha victoria, si fue obtenida bajo una naturaleza distinta a la mía? Aquí es donde esta falsa doctrina atenta contra el hermoso principio de la justificación por la fe.

La justificación por la fe es el acto de imputar e impartir los resultados de la vida sin pecado y la muerte expiatoria de Jesús. Esto incluye tanto la justificación como la santificación. Él nos imputa, o acredita, los méritos de impecabilidad para librarnos de la pena del pecado. Esto es justificación. Para liberarnos del poder del pecado, no solo nos considera justos, sino que nos dota de la fuerza necesaria para vencer el pecado. En ambos casos, solo puede otorgarnos lo que obtuvo a través de su propia experiencia encarnada, como el Salvador del mundo.

Algunos alegan que, puesto que la justificación solo implica la imputación de la impecabilidad de Cristo a nuestra cuenta, pudo haberse logrado en cualquier tipo de cuerpo. ¿Es esto cierto? El propósito de la encarnación de Cristo fue redimir al hombre caído, no al hombre sin pecado. Para hacerlo, debía condenar al “pecado en la carne” (Romanos 8:3). Jesús tenía que condenar los pecados originados en la carne, y la única manera de lograrlo era conquistando la naturaleza pecaminosa y sometiéndola a la muerte en la cruz.

El Señor vino, como dijo Juan, a eliminar el pecado del mundo. ¿Cómo podría eliminar pecados que ni siquiera eran parte de la naturaleza que asumió? Para ser más preciso, ¿cómo podía condenar al “pecado en la carne” en una carne sin pecado?

Pablo dijo “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gálatas 2:20). ¿Por qué afirma luego que “hemos sido bautizados en su muerte” (Romanos 6:3)? Todo pecador debe experimentar, por fe, la crucifixión y la resurrección con Cristo. Para poder pasar de muerte a vida, cada uno de nosotros debe identificarse con aquel que nos representó como el segundo Adán. Nuestros pecados fueron sobre Él. Cuando Jesús murió, morimos nosotros; y la pena por nuestros pecados fue cumplida y consumada.

¿No salta a la vista el hecho que tuvo que cargar con nuestra propia naturaleza caída en la cruz, para que nuestra naturaleza pecaminosa muriera? Cualquier otra cosa no sería suficiente para satisfacer la justicia de Dios. Cristo tuvo que someter la humanidad condenada para saldar la deuda del pecado en esa cruz, a fin de que la expiación fuese posible para nosotros. De otra manera, no podríamos identificarnos o ser crucificados con Él. No cabe duda de que la redención exige que Jesús viva y muera con la naturaleza del hombre caído, a fin de proveer el vínculo vital de la justificación.

Veamos ahora los requisitos de la santificación.

La santificación no es simplemente acreditar o imputar. Es el acto de impartirnos algo. Así como nos imputa la justificación para librarnos de la culpa del pecado, nos imparte la santificación para librarnos del poder del pecado. ¿Cuál es la santificación que Jesús nos imparte? Es propiamente dicho nuestra participación en la victoria de Cristo sobre el pecado. Por fe participamos y nos apropiamos de la fuerza victoriosa que Él experimentó en la carne. En otras palabras, Jesús puede y está dispuesto a vivir en nosotros la misma vida triunfante que vivió como hombre en esta tierra. Reproducirá en nosotros su propia experiencia intachable. Esto es santificación.

Si Jesús hubiese venido a este mundo bajo la naturaleza no caída de Adán con el fin de ejemplificar una vida sin pecado, ¿cómo podría la naturaleza pura ser reproducida en mí? Participar de la naturaleza sin pecado de Adán no santifica al hombre caído. Somos santificados al vencer el pecado en nuestra naturaleza pecaminosa por medio del mismo poder que Jesús utilizó para vencer el pecado.

No hay forma posible de participar de la experiencia sin pecado de Adán. Si ese es el medio por el cual Jesús venció a Satanás, de ningún modo me la pueda impartir. Pero si Cristo obtuvo la victoria sobre Satanás en la naturaleza caída de los descendientes de Adán, entonces puedo participar de ella con Él.¬ Ese tipo de victoria puede ser superpuesta en mi propia vida, porque fue obtenida en la misma naturaleza que poseo.

Una experiencia sin pecado vivida en una naturaleza extraña, no caída, no puede serme acreditada, ni tampoco puedo poseerla. La naturaleza caída nunca podrá, en esta vida, ser restaurada a su estado original. Pero podemos recibir la victoria sobre el pecado que obtuvo Jesús en la carne, como uno de nosotros.

NUEVE

Dos extremos

En este contexto, es interesante estudiar la breve historia de un grupo de cristianos en Indiana que afirmaban tener una naturaleza santa. Alrededor del año 1900, un número considerable de miembros conservadores de la iglesia se obsesionó con la idea de que Jesús vivió su vida perfecta en la naturaleza no caída de Adán.

Asumiendo, correctamente, que la experiencia de la vida victoriosa de Jesús según la carne podía ser impartida a cada cristiano por medio de la fe, comenzaron a enseñar que el hombre caído podía vivir la misma vida inmaculada de Adán antes de la caída. Esta perspectiva fanática los llevó a creer que podían reproducir perfectamente la santidad y perfección del Adán no caído. Este es sólo un ejemplo bien documentado de las ramificaciones de esta falsa doctrina.

El otro extremo al que llegan los que aceptan el error de la naturaleza pre-caída de Cristo es exactamente lo opuesto a la teoría de la “naturaleza santa”. Afirman que, ya que Jesús venció en la naturaleza sin pecado de Adán, nosotros no podemos aspirar a compartir su victoria mientras habitemos en cuerpos con naturaleza pecaminosa. Cristo solo podía impartir lo que tenía, y dado que no venció el pecado en nuestra naturaleza pecaminosa, no pudo compartirla con nosotros. Por lo que es imposible vencer como Cristo venció.

Observemos cómo la hermosa verdad fundamental de la santificación es degradada y separada de la experiencia de la justificación por la fe. Hemos visto como el error del “pecado original” ha dado lugar a otras dos falsedades: Jesús adquirió la naturaleza no caída de Adán y Jesús no puede impartir santificación al hombre. En efecto, la mayoría de los proponentes de la doctrina del pecado original ni siquiera creen que es posible vencer el pecado en esta vida.

Niegan las repetidas aserciones de la Escritura que aseguran que el hombre caído puede participar de la naturaleza divina de Cristo. De alguna manera, no pueden percibir ni aceptar el misterio celestial, tantas veces ratificado en la Biblia, que Jesús asumió la naturaleza caída del hombre y que, a pesar de ello, nunca fue culpable de pecado. Para ellos, la culpa heredada de Adán es tan dominante en la naturaleza humana, que solo podrá ser superada cuando tenga lugar la translación, en la venida de Cristo.

¿Cuesta creer que Jesús, en su humanidad, pudo mantener una mente pura y sin pecado durante sus treinta y tres años y medio de vida en este mundo? ¿Es posible para una persona en su naturaleza humana, incluso bajo el poder de Dios, lograr ese nivel de victoria sobre el pecado? La respuesta bíblica es clara: “Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios... Derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:3-5).

Esta promesa se hizo pensando en los pecadores según la carne que se aferran al poder libertador del evangelio. ¡Cuánto más nuestro bendito Señor, Él mismo libre de inclinaciones pecaminosas adquiridas, ¡sería capaz de reclamar la fuerza habilitadora del Padre para resistir el pecado! La Palabra de Dios nos asegura que podemos participar de la naturaleza divina de Jesús y tener la “mente de Cristo”. Su vida sin pecado en la carne garantiza que cualquiera de nosotros puede obtener la misma victoria, si dependemos del Padre, de la manera que Jesús la obtuvo.

Esto indica que no tenía ventajas sobre nosotros para vencer el pecado. Luchó contra el enemigo bajo la misma naturaleza y con las mismas armas espirituales que disponemos nosotros. Si Jesús hubiese tenido alguna ventaja sobre nosotros, esta sería que su naturaleza heredada nunca fue debilitada por la complacencia en el pecado.

¿Podemos igualar el modelo prefecto de la vida sin mancha de Jesús? No. Todos nosotros hemos degradado aún más la naturaleza humana al ceder a los deseos de la carne. No solo hemos atraído la maldición de la muerte sobre nosotros al quebrantar la ley de Dios, sino que también somos más vulnerables al poder de Satanás por cooperar con él. Jesús nunca respondió a un solo estímulo pecaminoso, y Satanás nunca pudo acusarlo de pecado. Vivió toda su vida con la mente y la voluntad sumisa del hombre santificado. Nunca cometió pecado alguno que requiriese expiación.

Aunque no podemos imitar este modelo, debemos tratar seriamente de reflejar la vida santa de Jesús en la medida de lo posible. Por la Gracia de Dios, podemos dejar de lado todo pecado conocido y ser perfectos en nuestra propia esfera, sin esconder pecados acariciados.

¿Significa esto que debemos jactarnos de vivir sin pecado? Por el contrario, cuanto más cerca estemos de Jesús, más consientes seremos de nuestra pecaminosidad. Los que alcancen la norma de Cristo serán los últimos en reconocerlo, mucho menos jactarse de ello. ¿Es importante que Dios cuente con un pueblo obediente al final del tiempo al que pueda presentar como ejemplo de la vindicación de su carácter? La Biblia revela que el conflicto cósmico entre Dios y Satanás comenzó con el deseo de este de tomar el lugar de Dios y gobernar el universo. Fueron sus falsas acusaciones las que incitaron la rebelión en el Cielo y enlistaron en las filas del enemigo a un tercio de los ángeles. Satanás tergiversó el carácter de Dios y acusó al Creador de hacer demandas ilógicas e imposibles.

¿Cómo se demostraría que Satanás estaba equivocado? Dios tenía que presentar una prueba que silenciara al enemigo para siempre. Fue una larga y dolorosa prueba, que llevó al poderoso Dios Creador a rebajarse y adoptar la forma humana del hombre caído y, circunscrito a esa naturaleza, sobreponerse a todo lo que Satanás le lanzara en el camino. De haber utilizado poder divino para vencer el pecado, que no estaba a disposición de aquellos con naturaleza pecaminosa, Satanás hubiese empleado eso como ejemplo para reforzar sus argumentos que nadie puede guardar la ley de Dios.

En la cruz, Jesús demostró al universo entero que Satanás estaba equivocado. Probó que era posible, en la carne, ser obediente mediante la dependencia en el Padre. El último paso en el acto de reivindicación tendrá lugar cuando el carácter de Cristo haya sido reproducido en ese pequeño remanente perseguido, que permanecerá fiel en medio de la batalla del Armagedón y más allá.

Mucho después de que las rodillas de Satanás se doblen como señal de reconocimiento de la justicia de Dios, y siglos después que él y sus seguidores hayan sufrido las consecuencias eternas de sus pecados, los 144,000 continuaran dando testimonio del honor y la integridad del gobierno de Dios. Cuando los ángeles, los mundos no caídos y la innumerable multitud de santos escuchen su cántico nuevo de liberación y victoria, todos se unirán en un acto de alabanza, diciendo: “La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y la honra y el poder y la fortaleza, sean a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 7:12).

No es difícil comprender porqué este pequeño grupo, que canta el cántico de Moisés y del Cordero, será notablemente honrado al colocárselo en las proximidades del trono de Dios. Es a través de sus experiencias que el carácter de Dios será por fin vindicado.

En resumen, podemos ver como este error tan antiguo sobre la culpa imputada de Adán ha desencadenado una serie de falsedades. Las más significativas verdades de la salvación han sido hábilmente falsificadas. La humanidad de Jesús ha sido negada, la justicia impartida de Cristo ha sido desafiada y la posibilidad de obtener la victoria sobre el pecado ha sido ridiculizada. Es solo cuando reconocemos la falsedad, que podemos evitar desviarnos de la verdad. Que Dios nos dé sabiduría para permanecer firmes en su Palabra y rechazar toda doctrina que no se fundamente en Él.

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